“Cachorro” por Luis Medina
"¡Ay!" Adriana tropezó. El tacón se le había atorado en una grieta en el suelo de cemento del túnel, cuyas paredes amplificaban el ruido de los vasos y platos dentro de la elegante canasta de picnic que llevaba.
"Cuidado!” Dijo José cuando Adriana lo agarró del brazo para apoyarse. Cuando ella no lo soltó una vez que siguieron caminando, él le miró las uñas femeninas, recién pintadas con un esmalte rojo brillante.
"No deberías haberte puesto esos zapatos."
"Quería arreglarme bien para ti."
"Puedes hacerlo sin ponerte tan coqueta," la regañó, mirándola de arriba abajo. "Fíjate: un vestido rosa ajustado y tacones altos rojos para ir de picnic junto al río."
"Te lo he dicho--"
"Sí, 'es mi estilo,'" se burló de ella. "Pero mira cómo no haces juego para nada con mis zapatillas, jeans y camiseta. ¿Y cómo vas a bajar hasta el río?
"Me quitaré los zapatos ... Y me ayudarás." Lo besó en la mejilla, haciéndole sonreír.
Este gesto, como cuando ella le había tomado el brazo, aún les parecía extraño a ambos.
Estaban casi al final del túnel peatonal debajo de las vías del ferrocarril. Al otro lado estaba el viejo árbol muerto, cubierto de enredaderas que le habían quitado la vida y luego se habían secado y muerto también.
"Nuestro árbol mágico todavía está allí," le dijo José.
"Se parece al árbol cerca de aquel otro túnel," dijo Adriana, refiriéndose a la alcantarilla entre Mexicali y Caléxico por la cual José se había arrastrado para cruzar a los Estados Unidos una década antes, buscando algo mejor para él y su familia. La misma por la que ella había pasado cinco años después, cuando José le pagó a un coyote para que se la trajera.
Habían rezado juntos enfrente de ese otro árbol, agradecidos por el pasaje seguro de Adriana.
Cuando aún era hijo de José.
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"Adrián, ¡¿Qué te han hecho, hijo ?!”
La cara de Adrián cuando llegó todavía estaba magullada e hinchada por la última paliza que había recibido en la escuela en Guatemala. Tenía las costillas lastimadas y le dolía respirar. Se le torció la cara del dolor cuando su padre lo abrazó con fuerza.
“¡Aquí no queremos maricones!” sus compañeros de clase le habían gritado mientras lo tiraban al suelo y lo pateaban sin piedad.
Su madre, Ana, tampoco quería al jóven de 16 años en casa. Era muy problemático para ella tener "un hijo afeminado," le dijo a José por teléfono mientras Adrián escuchaba. Temía que pudiera ser una mala influencia para sus hermanos menores, Fernando y Gabriel, le dijo a su marido.
José no lo pensó dos veces antes de traérselo. Amaba a todos sus hijos, pero Adrián era el mayor, el primer fruto de sus entrañas. Se había comprometido a amar al bebé incondicionalmente y a protegerlo, tan pronto como se enteró de que Ana estaba embarazada y antes incluso de saber si tendría un hijo o una hija. O ambos.
Terminaría de criar a Adrián en los Estados Unidos mientras seguía enviando dinero a casa para mantener a Ana y sus otros hijos. Había más tolerancia aquí: leyes para proteger a su "hijo afeminado" del acoso constante. Tal vez Adrián podría incluso calificar para la amnistía por motivos de protección contra la persecución por su orientación sexual en su país natal.
Lo que José nunca podia haberse imaginado, sin embargo, fue la súplica llorosa de Adrián después de terminar la escuela secundaria: "Papi, nunca me he sentido realmente como un varón. Estoy cansado. Quiero vivir como una chica.” Hacía tres años desde esta revelación que tuvo lugar la última vez que cruzaron el túnel bajo las vías para ir a pescar, un pasatiempo que José disfrutaba, pero Adrián no. Ninguno de los dos había logrado pescar nada ese día. Caminaron a casa cargados de incertidumbre y ansiedad.
En los meses siguientes, José había regresado a menudo para pescar y pensar solo, y cada vez se detenía un momento en el árbol mágico para decir una oración: “Por favor, solo quiero que mi hijo sea feliz. Dame la sabiduría para ayudarlo."
La respuesta a su oración llegó cuando él y Adrian estaban sentados en el sofá un día viendo un documental de naturaleza sobre las hienas, la especie más odiada entre los animals carroñeros y cazadores en manada que a José siempre le habían hecho gracia. Su risa, su astucia, su extraña apariencia, no del todo felina, no del todo canina. Tenían algo las hienas. Sin embargo, lo que aprendió sobre ellas esta vez, con gran fascinación, fue que las hembras tienen un clítoris extendido que se parece increíblemente a un órgano masculino, a través del cual se aparean y dan a luz.
“Ya ves,” le dijo Adrián, “la naturaleza misma celebra la diversidad sexual. Sólo los seres humanos permanecen aferrados a sus prejuicios y tabúes."
José escuchó sin apartar la vista de la pantalla del televisor. Habló sólo después de que su voz alcanzó a su conciencia: "Si quieres que te acompañe a consejería antes de comenzar el tratamiento hormonal, allí estaré."
Adrián abrazó a su padre, luego se recostó con la cabeza en el regazo de José durante el resto del programa, tal como solía hacerlo de niño.
Presenciar el cambio de Adrián a Adriana fue extraño para José: la pérdida de vello facial y el tono agudo de la voz de Adrián; el vestuario completamente nuevo de Adriana, especialmente después del crecimiento de los senos que aumentó con implantes; las frecuentes lágrimas que fluían fácilmente, pensó, debido a todo el estrógeno que Adriana estaba tomando.
Ella, sin embargo, sabía que sus lágrimas eran torrentes de amor y gratitud por la aceptación de su padre.
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Ya estaban al otro lado del túnel, con el árbol mágico ante ellos como un tótem y el río al otro lado de una berma más allá.
Adriana se detuvo. Su transformación estaba completa. La noche antes le había dicho a su padre que no se sometería a una cirugía de reasignación genital y lo invitó al picnic de hoy para celebrar. Pero había algo que todavía necesitaba saber. Puso la cesta de picnic en el suelo.
"Papi ..."
"¿Dime?"
"¿Estás decepcionado de mí? ¿Te arrepientes de ser mi padre?”
José la miró, colocó sus manos a ambos lados de su cara y la inclinó hacia abajo para alcanzar darle un beso en la frente.
"Una hija no debería ser más alta que su padre," le dijo. "Tú lo eres. Y con esos tacones altos que insistes en ponerte, me pasas tanto que pareces giganta.”
Adriana se aferró a su padre como una enredadera. Los sollozos, torrentes de amor, volvieron a apoderarse de ella, puros, fuertes e imparables.
José todavía no estaba acostumbrado a sentir los senos de Adrián, Adriana, contra su pecho cuando se abrazaban.
Avergonzado, miró hacia su árbol mágico. Por un instante creyó ver la cara cómica de una hiena con orejas ligeramente redondeadas y marcas oscuras, como una máscara, mirándolo desde debajo de la maraña de enredaderas secas que rodeaban el tronco del árbol muerto. Pero parpadeó y su animal mágico, nada más una vision que le había dado esperanzas, había desaparecido. Lo que era real y aún le quedaba, era lo que sostenía en sus brazos: su hijo, su hija, su cachorro, apretado contra su pecho como el recién nacido llorón que había cargado en sus brazos por primera vez en amor paternal y protección, en lo que ahora parecía hace dos vidas enteras.